Un sol apenas

Un poema. 

POR Pedro Serrano

Enero 27 2021
Un sol apenas

© Jordi Elías. Corbis

 

 

Abro mis brazos
como dos plumas dilatadas.
Se mueven
porque las articulaciones siguen ahí,
como un collar de cuentas,
inseparables. Se mecen.
Abro mis brazos como si cantara.
La voz se aplasta en el cristal
como un niño en un coche que hace muecas.
Abro mis brazos como si cantara
y quiero levantarlos a los cielos,
sentir el aire, tocar su pan hermoso.
Abro mis brazos, los subo, los bajo.
Abro mis brazos contra el aire
como si el aire fuera arcilla
y levantara cuerpos y levantara
vida, y levantara amores en el aire.
Polvo levanta el aire. Y bueno,
mis brazos.
Polvo levanta el aire
como si el peso muerto del aire
consistiera,
contuviera.
¿Y mis brazos? Levantan aire y aire
como arietes inútiles.
Dan vueltas mis brazos.
Doy vueltas por supuesto yo con ellos.
Mis brazos, yo. Vueltas y vueltas en un jardín
hasta caer mareado,
mi cuerpo sobre el pasto.
Toco entonces el suelo con las manos.
El pasto raspa, las manos sienten.
Me acuesto entonces en el pasto
para sentir el sol,
me ilumine de inmenso,
me renueve.
Me siento con los dos brazos apoyados.
Froto y froto mis manos contra el pasto.
Para que sientan, digo, para que sean.
¿Por qué estoy en el pasto, por qué
sacudo mis brazos como escobas,
por qué
me caigo?
Como muñeco de trapo, pues.
A estas horas de lo real,
en que no hay pasto ni jardín ni aire
sino la noche oscura
y escribo metido en mi piyama y mi cama,
a estas horas de lo real y de la vida,
me describo como un muñeco de trapo,
o un niño en un jardín,
un remolino que cae hacia la luz
y la tierra,
cae
y se asienta.
Es decir me describo sin ton ni son
–y luego hablo de lo real.
Siento que así, en piyama,
quizás no se me vaya el cuerpo,
pulverizado, en el aire.
No se vayan las hojuelas del cuerpo
como la costra de tierra de un camino seco,
o como un muro de adobe
que se va desprendiendo de sí mismo,
poco a poco,
con el golpe invisible del aire.
Bien, ya le he puesto su cal al muro
para que no se me desprenda el adobe
o mi cuerpo. La cal o la piyama.
Ya sé de todos modos
que mi cuerpo
tiene una consistencia
–que yo no siento.
Por eso están el plumero y el aire y mis brazos.
Ésta es la actividad
–aunque en realidad simplemente
estoy sentado en mi cama,
escribiendo.
Regreso.
Regreso a mi cuerpo, regreso a mí,
regreso.
Escribo la sensación del plumero en el aire,
del cuerpo como plumero
manoteando en el aire,
escribo. Y así descubro un estado del alma.
Como un muro de adobe, dije también,
a la intemperie, descascarándose.
Y ya es una ventaja:
que el muro y el plumero se emocionen
–a su modo, por eso son lo que son
y describen lo que describen:
el muro a la intemperie, el plumero tratando de
moverse.
Y que circule entonces el aire por mi pecho
como por un platón,
que se arrellane,
que se acomode el aire, como una fruta,
en el platón de mi pecho.
Y las ganas de que sea una naranja el aire en el platón                        
de mi pecho
y de que no sea aire sino un cuerpo.
Que llegara ella como un pájaro a una fuente, mi                 
pecho.
Que llegara ella,
que se posara ella sobre mi pecho,
que llegara.
Y por eso muevo mis brazos como plumeros
y por eso mi cuerpo es un muro de barro
que se pone la piyama como si se untara cal.
Y por eso yo estoy aquí,
escribiendo estas cosas.
El platón que espera y el pecho caliente,
como un pájaro que late en unas manos
en el cuerpo acostado sobre el pasto.
Como que bajo las manos,
como que me canso.
Las tengo ahora pegadas al cuerpo,
deshiladas,
como un niño que hace fila en el patio a la hora del sol.
Un niño. A la salida de la escuela,
exhausto.
Han sido duros los roces y la competencia,
los otros niños, su íntima indefensión
–aunque no se note.
Hay días en que parece que nadie va a venir por él.
Y entonces vienen los vientos y lo barren
como a una hoja
con peso. Lo sacuden.
Y yo ahora, sentado aquí,
y yo ahora,
escribiendo a ese niño
y trayéndolo de regreso a un estado más cálido,
consigo mismo.
Ahora el pájaro es él, y está en mis manos. Late.
Y yo miro hacia arriba
y veo la luz del día, y las hojas.
El árbol levantado en sus ramas
sin que haya aire, quieto.
Levantado en la fronda de sus ramas.
Y yo ahora sentado aquí
dejando que las cosas del día
le den cuerpo a mi cuerpo.
Aquí, conmigo,
como un cazo de agua puesto al fuego,
calentándose.
Aunque también,
ya con la luz del día,
como una camisa colgada en un clóset
vacía, dejada allí sin cuerpo.
Las dos cosas más bien:
la camisa abandonada,
el agua al sol.
Las dos cosas, digo,
y no termino de resolver.
Voy para arriba, voy para abajo,
como una araña en un lavabo
que va subiendo, subiendo,
y que se vuelve a resbalar.
Y la consistencia queda únicamente
aquí,
en este pequeño espacio
que se abre hacia la luz:
la camisa que se llena de sol,
el agua
suave al calentarse.
Del plumero al platón de mi pecho, y de ahí
a la camisa abandonada en el clóset,
y al agua que va tomando calor.
Y así yo vengo de mí mismo a mí mismo,
recogido,
desnudo al sol de estas horas,
un cuerpo en busca de calor.

ACERCA DEL AUTOR


Pedro Serrano

Fue fundador de la revista de literatura Cartapacios.